El Árbol Garoé

-"No hay más agua en la isla que la que destila El Garoé." Así habló el bravo Erese en la asamblea. Tenesedra, su mujer, continuó relatando el plan: -"Si lográramos ocultarlo recubriendo sus ramas, la sed obligaría a los extranjeros a marcharse."

Los extranjeros, al mando de Juan de Bethencourt, habían arribado a la playa de Tecorone una mañana de estío, desplegadas las velas de sus embarcaciones semejando casa blancas en el mar. Cuando Armiche, rey de la isla del Hierro, vio balancearse sobre las aguas los navíos, recordó el antiguo oráculo de Yoñe el agorero: -"Sólo bienes y beneficios traerán los extranjeros, emisarios de Eraoranhan el dios."

Al desembarcar, Juan de Bethencourt envió un mensaje a Armiche para que le transmitiera palabras de protección y amistad. Aquel mensajero era Augeron, el hermano del monarca herreño, que cayó años atrás en manos de aragoneses, fue luego a poder del rey de Castilla y de él pasó a servir a Bethencourt. Apenas se dio a conocer Augeron a su hermano y le declaró su comisión, Armiche, acompañado de ciento once isleños, vino a rendirse y dar muestras de vasallaje al conquistador francés. Mas Erese y Tenesedra, su mujer, y el valiente Guasaguar, y el osado Tincos, y un grupo de fieles amigos no aceptan la sumisión y quieren seguir siendo dueños de su destino. Por eso se han reunido. Por eso cavilan la mejor manera de combatir y rechazar a los invasores: -"Tenemos que ocultar el Árbol Santo. No hay más agua en la isla que la que destila El Garoé."

Era El Garoé único en su especie, sin que hubiera otro árbol semejante en la isla. El tronco tenía de circuito y grosor doce palmos, su ancho sumaba cuatro y el alto cuarenta desde el pie a la mayor altura. Ciento veinte pies de torno contaba la copa en redondo. Las ramas muy extendidas y coposas, muy elevadas de la tierra. su fruta, como bellota con su capillo y fruto como piñón, gustoso al comer, aromático, aunque más blando.

Jamás perdía El Garoé la hoja, similar a la hoja del laurel, aunque más grande y ancha y encorvada, con verdor perpetuo. Y jamás perdía la hoja porque en cuanto se secaba caía pronto quedando siempre la verde. Abrazada al Árbol Santo estaba una zarza que cogía y cerraba muchas de sus ramas. Se hallaba emplazado en el lugar y término al que denominaban Tigulahe que era una cañada que iba por un valle arriba desde el mar a un frontón de risco. Sano, entero y fresco durante años, las hojas de El Garoé destilaban tanta y tan continua agua que bastaba para dar de beber a la isla toda. Más de veinte botas de su agua se recogían cada día.

Y es que todas la mañanas se levantaba del mar una nube o niebla de la más cerca del valle que subía con el viento sur o levante la cañada arriba hasta dar en el fontón del risco. Y como se hallaba allí El Garoé, árbol espeso de muchas y anchas hojas, la nube o niebla se asentaba en él y él la recogía y se iba deshaciendo y destilaba el agua. De aquella fuente prodigiosa proveía la naturaleza a los herreños frente a la sequedad de la tierra: -"Apresurémonos pues a cubrir el Árbol Santo."

Concluyó así la reunión y se aprestaron a llevar a cabo lo acordado. También Agarfa, la de esbelto cuerpo y labios de corinto, colaboró en la faena. El osado Tincos, distinguido en las luchas contra los piratas que arribaban al Hierro para capturar isleños y venderlos como esclavos, amaba a Agarfa intensamente. Mas ella no le correspondía. Cuando se dejaba vencer por la pesadumbre, desganado e inapetente, Tincos pasaba largos ratos sin comer. Y exclamaba suspirando a quienes para evitarle daño intentaban que probase alimento: -"Mimerahaná, ziná zinuhá, ahemen aten haran hua, zu Agarfú finere nuzá." (¿Qué traes? ¿Qué llevas ahí? Pero ¿qué importa la leche, el agua y el pan si Agarfa no quiere mirarme?).

Pero ahora Tincos no cede a la melancolía porque siente próximos los labios de corinto y el esbelto cuerpo de Agarfa. La ve moverse entre los otros, hermosa, volcada en la tarea. Se ocupan de transportar y distribuir gánigos llenos del agua del Árbol Santo de la que harán provisión en sus moradas. En la cañada de Tigulahe, El Garoé ya ha quedado oculto a las miradas: -"Si alguien descubre el secreto pagará con la muerte."

Insistentemente los hombres de Juan de Bethencourt indagaban el cielo con la esperanza de ver llegar la lluvia sobre ellos. Sólo el sol respondía a sus miradas. La sed comenzó a pesar en sus ánimos. Habían agotado ya las reservas de agua que trajeron en sus naves. Luego buscaron por todos los rincones de la isla algún arroyo, alguna fuente, charca, manantial o estanque, algún signo que les revelara dónde o qué bebían los isleños.

-"Sólo bebemos el agua de la lluvia."
-"¿Y cuándo no llegan las lluvias?"
-"Aguardamos."
-"¿Y si siguen sin llegar?"
-"Seguimos aguardando."

Mas recelaron que algún misterio había en aquel vivir sin beber y extremaron sus interrogatorios y fueron más meticulosas las expediciones en pos de encontrar algún manantial de agua viva. sin embargo, nada hallaron. Con una de aquellas expediciones fue a tropezar un día Agarfa, la de esbelto cuerpo y labios de corinto. Y fue a enamorarse de un soldado andaluz que en ella iba y ante quien notó latir con vivo impulso la sangre avivándole el cuerpo como en un estremecimiento. No tardó Agarafa en entregársele. No tardó en descubrirle el secreto de las aguas de El Garoé. Así saciaron su sed los invasores.

La noticia de la traición de Agarfa se propagó como una tormenta de milanos. Erese y Tenesedra, Guarsaguar y los otros buscaron vengarse de quien les había dejado a merced del enemigo. Pero Tincos les contiene. Quiere ser él, por su propia mano, el que castigue la culpa. Los otros acceden, tanta es la cólera y la fiereza del antiguo enamorado de Agarfa. Y mientras recorre la isla para dar con el escondite donde huyó a refugiarse la mujer, Tincos siente que, más que el que haya revelado el secreto de El Garoé, le pena y le quebranta el imaginar los labios y el cuerpo de Agarfa poseídos por los labios y el cuerpo del otro hombre.

En eso pensaba cuando, implacable, clavó su afilado venode en el pecho de Agarfa: en su cuerpo esbelto y en sus labios de corinto. En eso pensaba cuando los guirres volaban por los alrededores de Tigulahe sobre El Garoé presagiando horas aciagas antes de que Armiche y los suyos fueran tomados como esclavos, antes de que las cenizas de Yoñe el agorero fueran apedreadas y se esparcieran en el olvido.